Dicen que la política es el arte de lo posible, pero en el México de hoy, parece ser más bien el arte de sobrevivir entre presiones. Ayer, con el traslado de efectivos de la Guardia Nacional y del Ejército a los siete estados fronterizos, el Gobierno de Claudia Sheinbaum le da el banderazo oficial a una de las tareas más complejas de su administración: cumplir con el nuevo pacto con Estados Unidos para combatir el tráfico de drogas y armas, mientras intenta evitar que esto la consuma políticamente.

El mensaje de Washington fue claro y contundente: “Necesitamos resultados”. Y en tiempo récord, Sheinbaum respondió, moviendo las piezas de un tablero donde las consecuencias políticas son igual de explosivas que el fentanilo que intentan detener.

A las seis de la mañana de hoy, más de 10 mil elementos de diversas corporaciones comenzaron a llegar a puntos críticos como Tijuana, Ciudad Juárez y Matamoros. Este despliegue, anunciado como la máxima prueba de cooperación entre México y Estados Unidos en los últimos años, no es gratuito. A cambio, los aranceles a las exportaciones mexicanas —que pendían sobre nuestra economía como una espada de Damocles— han sido suspendidos. Pero no nos engañemos: el costo de este acuerdo no se medirá en dólares ni en cargamentos incautados. Se medirá en la estabilidad política del país y, sobre todo, en la confianza ciudadana hacia un gobierno que se enfrenta al reto de conciliar seguridad, soberanía y derechos humanos.

El Gobierno Federal ha prometido que este operativo será “con estricto apego a los derechos humanos”. Una promesa que no solo deberá cumplirse, sino demostrarse, porque la historia nos ha enseñado que el uso de fuerzas militares en tareas de seguridad pública en México rara vez queda libre de señalamientos. Además, la Guardia Nacional, ese cuerpo híbrido que nació bajo la administración de López Obrador, se enfrenta a un nuevo examen de legitimidad. ¿Lograrán ser más efectivos que polémicos?

En el fondo, este despliegue tiene un objetivo que no es ningún secreto: calmar las aguas con Estados Unidos. Pero hay que leer entre líneas. Este acuerdo va más allá del fentanilo. Es una negociación política donde México cede para evitar un golpe a su economía y mantiene a raya las tensiones con su vecino del norte, que no dudó en poner las exportaciones mexicanas como moneda de cambio.

Claudia Sheinbaum ha tomado el timón en este asunto con la urgencia de quien sabe que su gobierno está en juego. Sin embargo, las preguntas clave permanecen: ¿Cuánto control real tendrá México sobre este operativo? ¿Qué pasará si los resultados no son los que esperan en Washington? Y, sobre todo, ¿hasta dónde está dispuesto el gobierno mexicano a ceder antes de que las críticas internas sean más fuertes que las presiones externas?

El despliegue de tropas ya comenzó. Ahora, el reloj corre. México, una vez más, camina por la cuerda floja entre la presión de un gigante y el clamor de un pueblo que exige seguridad sin militarización. La frontera no solo será una línea divisoria; será el campo de batalla de las prioridades, las políticas y, quizá, las promesas incumplidas.

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